Caperucita Arroja Adela Basch y Luciana Murzi
Chicos, ¿a que no saben con quién me encontré hoy en el bosque? —preguntó Romina muy entusiasmada a sus amigos. —¿Cómo querés que sepamos? No somos adivinos —contestó Marcelo, impaciente. —¿Con quién? —exclamó Nora. —Dale, contanos —pidió Lucila, curiosa. —Si, enseguida les cuento. Pero primero ne-cesito que me digan si alguno se acuerda bien del cuento de Capuchita Roja.
—¿Qué Capuchita Roja? —se asombró Ge-rardo—. No tengo la menor idea. —¿No será "Caperucita"? —arriesgó Lucila. —iAy, sí, me confundí! —se disculpó Ro-mina—. Quise decir "Caperucita". ¿Alguno conoce bien el cuento? Y como todos se quedaron callados, Romina esperó un momento y continuó hablando.
—Bueno, entonces antes de contarles lo que sucedió en el bosque, vamos a tener que recordar el cuento: Caperucita era una nena a la que todos lla-maban así porque su abuela le había hecho una hermosa copa roja.
—¿Una copa roja? —preguntó Tobías. —Si, la abuela consiguió la tela y se la cosió ella misma. —Entonces no era una copa, Romi, me pa-rece que era una capa. —Sí, la abuela le hizo una capa roja. ¿Yo qué dije? —Dijiste "copa". —Bueno, me confundí. La abuela le hizo una hermosa copa roja, perdón, digo, capa, que te-nía una capucha para protegerse del frío.
—Pero, entonces, ¿cómo se llamaba? ¿Ca-puchita o Caperucita? —preguntó Tobías—. Porque si usaba una copa roja, eh, digo, una capa que tenía una capucha, se tendría que haber llamado Capuchita. —Sí, pero en esa época a las capuchas se las llamaba "caperuzas", y por eso le decían Caperucita y no Capuchita —dijo Lucila. —Bueno, lo que importa es que a esa nena la llamaban Caperucita Roja —siguió Romina. A
—Y un día, la mamá le dijo que la abuelita estaba enferma y que por favor fuera a visi-tarla y le llevara una carta de verduras...
—¿Una qué? —preguntó Lucila. —¿Una qué? —preguntó Tobías. —¿Una qué? —preguntó Gerardo. —¿Una qué? —preguntó Marcelo. —¿Una qué? —preguntó Nora. —¿Una qué qué? —preguntó Romina. —¿Un día la mamá le dijo que la abuelita es-taba enferma y que por favor fuera a visitarla y le llevara una carta de qué? —preguntaron Nora, Marcelo, Gerardo, Tobías y Lucila.
—iUna carta de nada! —contestó Romina—. Ninguna carta, chicos, luna tarta! La mamá le pidió que le llevara una tarta de verduras. —Sí, pero dijiste "carta" —protestó Marcelo. —Y bueno, tal vez me equivoqué. Pero era una tarta —aclaró Romina y siguió con el cuento:
—La mamá le dio una tarta y un frasco con miel y le dijo que fuera derecho a la casa de la abuela y que no se desviara del camino ni en-trara al bosque ni se quedara por ahí entrete-nida con cualquier cosa.
Caperucita empezó a caminar y vio un grupo de flores que volaban y unas mariposas de dulce perfume... —Un momento, un momento —interrum-pió Nora—. ¿Flores que volaban y mariposas de dulce perfume? ¿No sería al revés? —¿Al revés? —p reguntó Gerardo—. ¿Cómo? ¿Perfume dulce de mariposas y volaban que flores? ¿Así? —iNo, no! Así no. Al revés —insistió Nora.
—Pero si lo dije al revés... —dijo Gerardo. —No, lo dijiste de atrás para adelante. Al revés es así: mariposas que volaban y flores de dulce perfume. —Y si eso es lo que yo dije —aclaró Romina enseguida—. O quizá me confundí y no dije exactamente eso. Pero eso es lo que quise decir. —Bueno, no importa, sigamos con el cuento —pidió Tobías.
Y Romina continuó: —Caperucita vio esas mariposas y olió esas flores y sintió un gran deseo de llevarle algo de toda esa belleza a su abuela. Entonces, como las mariposas y las flores se adentraban en el bosque, ella también se adentró, pensando en llevar un hermoso y colorido remo que ale-grara a su querida abuelita enferma. O
—Pero si la abuelita estaba enferma, ¿para que quería un remo? Seguramente estaba en cama y no andaba pensando en salir a pasear en bote —cuestionó Lucila. —No sé —respondió Romina—. La verdad es que no se me ocurre para qué podía querer un remo. —Pero entonces no entiendo por qué Ca-perucita pensó en llevarle un remo. —Lucila, ¿de dónde sacaste que Caperucita le quería llevar un remo a su abuela? —se sor-prendió Romina. —Pero, ¿no dijiste que se adentró en el bos-que pensando en llevar un hermoso y colorido remo que alegrara a su abuelita?
—No, no dije nada de un remo. Dije "un ramo, un hermoso y colorido ramo". iUn ramo de flores que alegrara a la abuelita! —Yo escuché "remo" —dijo Lucila. —Yo escuché "remo" —dijo Tobías. —Yo escuché "remo" —dijo Gerardo. —Yo escuché "remo" —dijo Marcelo. —Yo escuché "remo" —dijo Nora.
—Entonces tal vez me confundí —dijo Ro-mina—. Pero lo que Caperucita quería llevarle a la abuela era un ramo de flores, y por eso se metió en el bosque. Y cuando estaba cami-nando por una parte bien oscura, apareció un bobo que le dijo... —¿Un bobo? ¿Qué clase de bobo? —pre-guntó Gerardo. —¿Qué clase de bobo qué? —contestó Ro mina. —¿Qué clase de bobo apareció?
—No apareció ningún bobo. Fue un lobo, Gerardo, un lobo. —Pero, ¿qué te pasa, Romina? Te estás equivocando todo el tiempo —dijo Marcelo, un poco fastidiado. —Tenés razón. Me equivoqué con la capu-chita, con la copa, con el remo, con el bobo, icon todo! Me parece que digo cualquier cosa porque nunca antes conté un cuento y estoy nerviosa. Les pido disculpas, chicos. —No te preocupes, Romi. Creo que me voy acordando un poco del cuento de Caperucita. Te ayudo —dijo Marcelo. —Sí, yo también empiezo a recordar. Po-demos contarlo entre todos, ¿qué les pa-rece? —propuso Nora. Y todos estuvieron de acuerdo. ■ 41
Gerardo retomó el cuento justo donde Ro-mina lo había dejado: —Nos habíamos quedado en la parte en la que aparece el lobo. Caperucita caminaba por el bosque cuando de repente llegó el lobo y le dijo...
—Claro, el lobo la había estado espiando y sabía que iba a ir a visitar a su abuelita —siguió Lucila—. Entonces le dijo que había dos formas de llegar a la casa: por el sendero corto y por el sendero largo. Y la convenció de que tomara el camino más corto, así él tenía tiempo de llegar antes. —¿Cómo decís, Lucila? Si Caperucita iba por el camino más corto, iba a llegar antes que el lobo a la casa de la abuelita y le iba a arruinar el plan —razonó Tobías. API
—Sí, sí. Estaba distraída, perdón. Caperu-cita tomó, tal como deseaba el lobo, el sen-dero más largo. Y tardó tanto en llegar que el lobo tuvo el tiempo suficiente para fingir que era Caperucita, entrar así en la casa y comerse a la abuela de un solo bocazo —concluyó Lu-cila, contenta por haberse acordado tan bien del cuento. —Esperá un segundo. ¿Qué es eso de bo-cazo? —dijo Marcelo.
—Digo que se comió a la pobre abuela de un solo bocado con su enorme bocaza de lobo feroz.
—Cuando Caperucita finalmente llegó a la casa de la abuela, estaba muy cansada de tanto caminar y juntar flores para armar el remo, digo, el ramo —continuó Gerardo—. Sc acercó a la cama para recostarse y se dio cuenta de que algo raro pasaba.
—Y ahí es cuando dijo: "iQué orejas tan grandes tienes!". "Son para verte mejor", respondió la abuela. "iY qué dientes tan grandes tienes!", siguió Caperucita. "Son para oírte mejor", volvió a mentir el lobo. "iPero qué ojos tan grandes!". Caperucita sospechaba cada vez más. Y ahí el lobo le dijo: "iSon para comerte mejor!". Y se la comió, como había hecho antes con la abuela —contó Marcelo.
—¿Orejas para ver?, ¿dientes para oír?, ¿y ojos para comer? Creo que así no era, Marcelo —dijo Tobías. —Por ahí lo dije un poco mezclado. il
—No, no fue así —retomó Lucila—. Ca-perucita se da cuenta de que la abuela no es la abuela e intenta defenderse con todas sus fuerzas. —Sí, sí, y entonces Caperucita arroja... —intervino Nora. —as Caperucita Roja o Caperucita Arroja? Al final no entiendo nada. Me van a volver loco —dijo Marcelo, confundido.
—Decía que entonces Caperucita arroja floreros, baldes, sartenes, cucharas, sillas y hasta la cama con colchón incluido directo al cuerpo del lobo, que esquiva todos los objetos con gran habilidad.
Y cuando ya no encuentra nada más para re-volear, Caperucita arroja una patada a su opo-nente, el lobo. Pero ese último movimiento también le sale mal; la patada va a dar al aire, y la pobre chica cae redonda al suelo. Ahí el lobo aprovecha y se la come. Listo —explicó Nora. —Listo nada. Falta el asador que llega para salvarlas —agregó Tobías. —¿Qué asador? ¿Estaban haciendo un asado en el bosque? —preguntó Lucila.
—¿Quién dijo "asador"? iMirá si iban a hacer un asado en el bosque con tanto lobo suelto por ahí! iUn peligro! Yo dije "cazador" —contestó Tobías—. Un cazador que había visto movimientos extraños en la casa de la abuelita y se acercó para asegurarse de que todo estuviera bien.
—Pero no estaba todo bien, porque el lobo maligno se había comido a la abuela y tam-bién a la nieta. Así que el cazador atrapa al lobo y las rescata. Y, colorín colorado, este cuento terminó —concluyó Gerardo, con gesto triunfante. —Se dice "colorín colorado, este cuento se ha terminado", Gerardo. Si no, no rima —lo corrigió Nora. —Ah, sí, tenés razón. Pero igual se ter-minó, y con final feliz. —iQué lobo más malo! Me da miedo. Si me encuentro con un lobo, me muero del susto —exclamó Lucila.
—Bueno, ahora que ya todos recordamos el cuento de Caperucita, Romina nos tiene que contar con quién se encontró en el bosque —dijo Nora, y buscó a su amiga con la mirada sin encontrarla. —Sí, no sé qué tiene que ver el cuento de Caperucita. Dale, Romi, ¿dónde estás? —pre-guntó Marcelo. Los chicos la buscaron durante un rato por todos lados, hasta que Romina apareció y se les acercó. Pero no estaba sola.
—El... el... el... iel lobo! —gritó Lucila, espantada, señalando al acompañante de su amiga. El lobo gruñó y dejó al descubierto unos dientes enormes y afilados. —¿Qué hacés con el lobo, Romina? ¿No sa-bés que es peligroso? —preguntó Marcelo, temblando de miedo.
— ¡Miren esos dientes que tiene! ¡Nos va a comer si no salimos corriendo ahora! —exclamó Lucila, que ya estaba preparada para iniciar la carrera.
Mientras gruñía de vuelta, el lobo dio un paso hacia delante. Los chicos dieron un paso hacia atrás. El lobo dio otro paso hacia ade lante, y los chicos, otro hacia atrás.
Así estuvieron hasta que Nora suplicó:
— ¡Por fayor, señor lobo, déjenos vivir! Se lo ruego. Cómase un repollo, que es rico y sa-ludable, y a nosotros déjenos ir.
Viendo que el miedo de sus amigos había llegado demasiado lejos, Romina les explicó:
—No, chicos, quédense tranquilos que el lobo es un encanto. Les quería contar justa-mente eso. Hoy iba caminando por el bosque y me lo encontré. Al principio me asusté mu-cho, para qué mentirles, pero después se me pasó porque el lobo me hizo reír a carcajadas con sus chistes y también...
—Hola, grrr —la interrumpió el lobo—. No se asusten. Yo me acerqué a su amiga Ro-mina, grrr, porque estoy muy solo y me abu-rro. Por culpa del cuento de Caperucita y de estos gruñidos que no puedo evitar, grrr, los chicos no quieren jugar conmigo. Piensan que soy malo y que me los quiero comer. iPero eso no es verdad, grrr! Todas esas mentiras que se dicen sobre los lobos sirven solamente para que los chicos se nos alejen y no se animen a jugar con nosotros ni a oír nuestras historias.
—iY no saben lo que se pierden! Los lobos son los mejores contadores de cuentos del planeta —dijo Romina. Dale, lobo, contanos alguno.
Y, a pedido del público, el lobo se sentó en el suelo y empezó a contar esta historia: —I labia una vez una chica muy linda y muy buena, grrr, que vivía con su madrastra y las dos hijas de esta. Se llamaba Cenidoscienta...